A través de la historia y en todas las culturas, las celebraciones y los ritos de paso tienen una función específica en la vida social.

Uno de los imaginarios colectivos en el mexicano es que somos el alma de la fiesta. La fiesta, esa celebración presente como un acto social con funciones específicas, es uno de los símbolos más fuertes que cortan con la vida cotidiana. El cambio de ritmo es marcado no solamente por la congregación de los que participan en ella, sino también por todos los símbolos que existen alrededor de lo que se come, lo que se bebe, lo que se viste, lo que se canta, lo que se baila. Ya lo decía Octavio Paz en El laberinto de la soledad, palabras más palabras menos : el mexicano festeja cuando está feliz, pero también festeja cuando está triste. La fiesta es, pues, una especie de dispositivo que nos permite canalizar las emociones como la alegría, pero también la tristeza. Es una válvula de escape de nuestra vida cotidiana y un reforzamiento de nuestra pertenencia a la sociedad.

Estudiosos de las ciencias sociales encuentran que las fiestas, por más efímeras que parezcan como ocasión, cumplen con funciones sociales muy importantes, entre ellas el reforzamiento del vínculo social, de las relaciones de reciprocidad, pero también como ritos de paso. Desde la perspectiva antropológica, todas las culturas tienen ritos de paso para sus miembros, en los que de una manera festiva se marca el camino de una etapa de la vida a otra.

Un componente transversal a las culturas y presente en las fiestas es la comida. Desde la carne humana en los sacrificios aztecas, pasando por el vino en las grandes bacanales griegas, hasta los platillos especiales de Navidad, día de muertos o el pastel de cumpleaños, la comida es un poderoso vehículo de cohesión. La fiesta, más allá de los excesos, es el punto donde confluyen todos los significados de una ocasión anclada en el tiempo y espacio que marca el antes y después. Ya sea que la ocasión de fiesta sea familiar, social o religiosa, la comida es siempre uno de los hilos conductores de estas ocasiones.

Cada cultura tiene sus versiones de platos de fiesta (como el mole, el pozole, el pavo o los romeritos), sus propios ritos de paso a celebrar (los festejos por la primera regla en las niñas, los bar mitzvah en los adolescentes judíos) y sus propias maneras de demostrar efusividad.

En esta recta final del año civil, las fiestas y las comidas de festejo se hacen presentes para recordarnos que la fiesta da sentido no sólo a la cohesión, sino también al esfuerzo del trabajo. Dice Edgar Morin que en las experiencias de desgracia de su niñez pudo aprender a ser feliz para apreciar las ocasiones de gozo en su adultez. Yo diría que en las fiestas y ocasiones especiales como esas experiencias de gozo que involucran a la comida se puede recompensar el esfuerzo del trabajo en la vida cotidiana.

No olvidemos entonces que cuando hablamos de alimentación en estas épocas, tendemos a relacionar el tema con el deber, con la salud y con lo que debería de ser. Sin dejar de lado la importancia de estos elementos, recordemos que la alimentación es también el gozo, el placer y la vinculación que nos permite seguir funcionando como sociedad. En este cierre de año, recordemos que las fiestas, más que algo efímero, representan una necesidad de la condición humana.

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