ÁNGEL VERDUGO. EXCÉLSIOR.
La verdad, me duele decirlo y más aún, tener que reconocerlo, ni ellos mismos; siempre a la espera de la dádiva, la protección y el subsidio que cubra –así fuere parcial y temporalmente– sus ineficiencias y bajísima productividad, han perdido prácticamente toda capacidad de iniciativa e innovación.
Además, la inversión en tecnología y puesta al día de su empresa –al margen de sus dimensiones–, es para muchos, un deporte extremo. Algunos, que el resto de sus colegas califica de locos, se atreven y construyen empresas exitosas cuya rentabilidad sorprende, a veces, al mismo inversionista.
Antes de continuar, debo aclarar una idea completamente falsa del campo mexicano; a raíz del éxito obtenido por un muy pequeño número de empresarios agrícolas, que encontró en la producción y exportación de berries una oportunidad de negocios altamente rentable, la alta burocracia federal pretende vender un panorama falso de lo que es el campo mexicano.
La realidad de nuestro campo, tragedia nacional e histórica, es muy otra; nuestro campo, casi en su totalidad, es un espacio económico dedicado a la producción de granos, casi todos cereales y en un porcentaje muy bajo, oleaginosas, y a la explotación ganadera y forestal, cuyos niveles de productividad y tecnología utilizada, dan pena.
De la misma manera, la producción de productos cárnicos, fundamentalmente pollo y cerdo, se caracteriza por el abismo que separa a las empresas de alta tecnología, elevada productividad y calidad de su producción, –pocas en número–, de aquéllas cuyas prácticas productivas no han cambiado en varios decenios.
Ahora bien, dado que la autoridad conoce bien estas diferencias y las causas del atraso, ¿por qué se obstina en promover una realidad inventada del campo mexicano para que uno se vaya con la finta y piense, que el nuevo campo mexicano es resultado de la labor de este gobierno.
Pero no nos engañemos, ni nos dejemos engatusar; el campo mexicano, salvo honrosas excepciones que surgen del espíritu emprendedor de unos pocos, es un espacio donde reinan la miseria, el atraso y la marginación; es también un espacio económico expulsor de mano de obra la cual, por su bajísima calificación, le resulta imposible encontrar un empleo formal y estable en las zonas urbanas que lleva, a centenas de miles, a dedicarse a la mendicidad.
La tragedia del campo mexicano se empezó a escribir desde 1917; la promulgación, el 5 de febrero de ese año, de la Constitución que todavía nos rige cien años después, contiene en su articulado varios obstáculos que, aún hoy, son insalvables por la irresponsabilidad de los legisladores, cuando no por su ignorancia.
La Fracción XV del artículo 27 que fija los límites máximos de la superficie agrícola, ganadera y forestal que un mexicano puede poseer legalmente, para practicar en ella cualquiera de esas tres actividades, es el freno que hoy impide la llegada de capital y tecnología para modernizar ese espacio económico, clave para la modernización del país, no únicamente de la economía.
Cambiar eso, a nadie interesa, ni a los políticos ni tampoco a los productores mismos. ¿Continuamos el jueves con esto último?
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Así terminé el martes, aquí mismo: La Fracción XV del artículo 27 que fija los límites máximos de la superficie agrícola, ganadera y forestal que un mexicano puede poseer legalmente, para practicar en ella cualquiera de esas tres actividades, es el freno que hoy impide la llegada de capital y tecnología para modernizar ese espacio económico, clave para la modernización del país, no únicamente de la economía.
Cambiar eso, a nadie interesa, ni a los políticos y tampoco a los productores mismos. ¿Continuamos el jueves con esto último? Continuemos pues.
Transcribo, antes de cualquier otra cosa, el texto en la Constitución vigente, de la fracción que arriba menciono:
XV. En los Estados Unidos Mexicanos quedan prohibidos los latifundios.
Se considera pequeña propiedad agrícola la que no exceda por individuo de cien hectáreas de riego o humedad de primera o sus equivalentes en otras clases de tierras.
Para los efectos de la equivalencia se computará una hectárea de riego por dos de temporal, por cuatro de agostadero de buena calidad y por ocho de bosque, monte o agostadero en terrenos áridos.
Además de no definir qué es un latifundio, lo primero que debemos preguntarnos es por qué, cien años después de haber inscrito en el texto constitucional la causa principal del atraso del campo mexicano, nuestros legisladores nada han hecho por derogarla.
Asimismo, ¿por qué los productores no han exigido la derogación de ese absurdo? ¿Qué explica su conformidad ante lo que a todas luces es hoy, más que en cualquier otra época desde su aprobación en 1917, el mayor impedimento para la llegada masiva de capital y tecnología al campo mexicano?
¿Por qué hemos preferido, por cien años ya, la simulación que privilegia las componendas y las prácticas corruptas, antes que enfrentar la realidad y derogar esas limitaciones absurdas? Lo peor, como dije el martes, es que ni los mismos afectados dicen una palabra al respecto; menos aún se atreven a proponer su derogación.
¿Por qué esa conducta? Porque han sido corrompidos por un Estado corrupto, y por gobiernos corruptos desde 1917 para fingir y dejar hacer, antes que reconocer que en el texto constitucional abundan los obstáculos para la modernización de las actividades económicas.
¿Cómo entender esas cien hectáreas en un mundo de empresas agrícolas, que poseen y explotan cientos de miles? ¿Cuál eficiencia con ejidatarios de una o dos hectáreas, sin tecnología y sin recursos para adquirirla?
Le doy dos ligas que mucho le ayudarían a entender el origen de la tragedia que es el campo mexicano. Una, la del ensayo de José Antonio Aguilar: La imposición legal de la tiranía, Emilio Rabasa y la Constitución de 1917; la otra, el Capítulo IV del texto que menciona aquél en el primer párrafo de su ensayo (ambos textos aparecen enNexos, de enero de este año):
La complicidad entre políticos corruptos, y productores conformistas e ignorantes, y también corruptos, ha permitido simular antes que enfrentar la realidad, y derogar la Fracción XV del Artículo 27.
Si ya lleva ahí cien años, ¿por qué no otros cien?
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